En el museo de ciencias, un día más. Padre e hijo. El hijo, Julio, siempre era feliz cuando su padre, Padre, le llevaba a ver las criaturas. Y no era un minusválido o un retrasado mental, en el mundo actual no podría seguir con vida. Sólo, le gustaba la ciencia, le gustaba la historia, le gustaban muchas tonterías de aquellas. Y Padre le acompañaba. Porque era su cometido.

Cuando se pararon delante de un diorama, la figura que se veía en su interior empezó a moverse. Parecía viva. Estaba viva.

Julio se quedó boquiabierto, observándole. Y eso que sabía de qué se trataba. Raza extraña. El comentario decía que, debido al enorme valor intrínseco de este ejemplar, se había procurado reproducir su hábitat lo más fielmente posible. Valor intrínseco. Un ejemplar más bien insignificante, ordinario. Solo, es decir, sin capacidad para reproducirse y perpetuar su especie. De allí, a lo mejor, su importancia.

La leyenda cuenta que en aquellos tiempos se veneraban deidades vírgenes. Este ejemplar era macho, con lo cual se puede imaginar que un tiempo esta especie tuvo la posibilidad de aparearse y procrear. Al no ser que esas deidades fueran simplemente un anhelo para ellos.

El macho estaba sentado, la mirada perdida. Solo. Siempre estaba solo.

-Siempre me sorprende este terrícola- dijo Julio a Padre. -Estar encerrado aquí, y más sabiendo que eres, con toda probabilidad, el último de tu especie. ¡Qué vida más triste!-

-Lo que nunca entendí- le contestó Padre -es como un ser de aspecto tan soso haya podido llegar a dominar la galaxia.-

-Ya. Y pasando la vida así. Solo. ¿Cómo pudieron los terrícolas aislarse tanto?-

-Porque quisieron, supongo- le dijo Julio, rezumando mucha sabiduría.